EL AMOR Y EL ENAMORAMIENTO

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(dedicado a una estudiante especial) 

El Amor es la fuerza cohesiva en la Creación. Se expresa en muchas maneras diferentes. El abandonarse como vivimos la atracción y el apego humano es también amor y cohesión. Sin embargo, no todo amor y cohesión es espiritual. Aunque lo busquemos, no vamos hacia el amor; el amor siempre llega a nosotros. Depende de la disponibilidad del individuo. La entrega siempre abre paso a la experiencia grandiosa del abismo y a la participación en algo mucho más que tú mismo. Tanto la ofrenda voluntaria de sí, como el efecto de saturación de la sensación en varios niveles, son elementos comunes al proceso de enamoramiento, pero ahí se acaban los parecidos.

Para ambos géneros el enamorarse entra por nuestro punto flaco: en el hombre el cuerpo y en la mujer las emociones. En la intensidad se convierte en gozo, plenitud, expansión de los sentidos, vinculando a las personas en una corriente creciente. Para muchos eso ya es suficiente. La vida no parece tener objetivo más importante que el placer del contacto con el amado donde el tiempo no existe y todo es posible. La maravilla del amor así refleja la inseguridad y la seguidilla de altos y bajos. Cupido adquiere el semblante de ángeles de Luz. A través de la quiebra de tensiones habituales aparecen profundidades y sacudidas repentinas que prometen inmortalidad, tocando el privilegio de los dioses.

Enamorarse cambia el semblante y propósito de la vida. De repente los sentidos explotan en matices brillantes y profundidades asombrosas y absorbentes, mientras que el bullicio habitual de nuestras vidas se acalla milagrosamente. Aparece como regalo divino aguzando la capacidad de percepción física y emocional. Todo lo que no sea eso se vuelve opaco e insignificante.

 Infelizmente, vemos la fuente del deleite siempre como algo fuera de nosotros. Y del mismo modo como el hombre primitivo se inclinó ante el fenómeno del sol o del fuego, veneramos lo que parece haberlo causado, y buscamos trucos para repetirlo y prolongarlo. El estímulo del peligro se convierte en algo delicioso por ser incontrolable. Crea necesidades inéditas e indescriptibles.

Cuando ocurre, la primera impresión toca una tecla mágica; a partir de ahí el mero recuerdo activa circuitos de sensibilidad que se derraman dentro nuestro ya sea como una caricia profunda o un volcán turbulento. A veces el vínculo produce una fusión y una de las partes desaparece en la otra, como una mariposilla en las llamas. Desde la simbiosis más enfermiza hasta la iluminación más excelsa, adquiere muchas formas. Raras veces conduce a la experiencia espiritual en dónde la correspondencia se convierte en autentico auto-reconocimiento, porque significaría también abrazar la soledad humana. Entonces descubriríamos que la fuente que nos llena y conmueve está en nuestro interior, y poco tiene que ver con la naturaleza del otro.

Esa plenitud incondicional no ocurre en las relaciones normales. En el mejor de los casos, el significado y el poder continúan proyectados, o se dividen junto con las tareas acordadas y los propósitos conjurados por los dos. Culminando así en una especie de colaboración, que no deja de ser dependiente.

Al principio de una relación, las sensaciones primarias nos relajan de la tiranía habitual de nuestra mente y el alivio que nos produce se siente como una bendición. A pesar de la incertidumbre y el hecho de que no podemos pensar en otra cosa, nos divierte la “aventura” y como un niño en la montaña rusa, nos deleitamos con la pérdida de control y el maremoto interior. La pasión es la mayor de las tensiones, pero en ese momento no nos interesa saberlo. Por algo en inglés se describe como “falling in love” (“’caer’ en amor”).

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Enamorarse es muy diferente en cualidad, alcance, e implicación a la experiencia espiritual. Las sensaciones vividas adquieren significados personales. La química del cuerpo y las emociones espejan la actividad de la ley natural: dualidad, fricción, y desgaste. Se crea vicio. La conciencia humana limitada a la función material refleja el miedo básico de la separación: toda substancia se acaba, se gasta, se agota, y depende de la polaridad de la tensión para existir. El miedo a quedarse solo es una sombra constante. El desmoronamiento emocional y la impotencia que se vive cuando el centro de fascinación cambia o se ausenta, conlleva a una desesperación que es todo menos que agradable.

Algunos caminos espirituales evocan el estado de enamoramiento, dirigiéndolo a la devoción y al Ideal divino. Individuos tenaces consiguen transferir valor espiritual a lo material, transportados por el placer y la satisfacción personal. Confinan la experiencia trascendente a una compañía o a una técnica sensorial que se acomoda a los apetitos y a la rutina diaria. Como suele ocurrir en el acto sexual, se permite solo la cantidad de paz o intensidad que mejor encaja en o realza nuestro mundo.

El problema del temor o limitación que acompaña veladamente al amor humano y los procesos de abrirse, acomodarse, abandonarse o entregarse, tiene que ver con el foco de atención del individuo. O limitamos nuestro significado a lo amado, excluyendo todo el resto, o nos permitimos reconocer el amor en todo sin reducirlo a lo personal. El mundo físico comprende metas, apropiación, separación, y cantidades; así mismo el amor entre cuerpos. Únicamente el alma sabe incluir y percibirse uno con el Infinito.

Cuando buscamos significado fuera y todo gira alrededor de otra persona, creamos apego. Esto fomenta hambre e inseguridad que conducen a la impotencia y a la dependencia aunque se vea como algo transitorio e inevitable. Lo vemos con los sentidos y nos parece bello y útil. No se puede hablar del Orden Divino sino de “leyes del caos”. Por el contrario, cuando nos fundimos en la naturaleza mayor o nos dejamos transportar por una música conmovedora, no hay foco, distinción, o división. La flauta y el tambor componen una única melodía. Todo adquiere igual importancia y reina la armonía. 

La mayor diferencia en los tipos de amor es la cualidad del deseo que surge y el nivel de sustentación individual. En la relación, el yo personal se dirige hacia la posesión del otro. En la experiencia espiritual no hay centro ni dirección; el deseo en sí se convierte en propósito y significado. En estado de contemplación o meditación se abre un espacio interior desde el cual se abraza todo. El Ideal y el Yo se funden. 

El contacto espiritual no puede ocurrir cuando domina el miedo o rige la ley de opuestos. Surge de la sintonía y afinidad con un centro infinitamente profundo en nuestro interior. Se trata de la Unidad y del vínculo directo y vivencial con ella, dentro de uno mismo. El tiempo también parece detenerse y cada momento se hace irrepetible. Reina la cohesión. Como mucho, la incomodidad surge por contraste con la tensión, las sensaciones toscas, el sinsentido y la exigencia de la vida cotidiana. La verdadera espiritualidad no se adapta a la vida; la vida se adapta a ella abrazando, suavizando, y enalteciendo todo, inclusive la materia y las relaciones humanas.

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El amor es siempre delicioso. El encuentro con otra persona es algo precioso, pero el camino de amor que se abrirá a partir de ahí depende de nosotros, nuestras carencias y miedos, o nuestra fortaleza e integridad interior. ¿Cuál es el precio que estamos dispuestos a pagar? El amor que nos rodea es consecuencia de una decisión apenas consciente en nosotros, y deberíamos preguntarnos cómo queremos vivir y a qué le damos mayor valor, ¿a la seguridad o la libertad? ¿A ser cuidados, protegidos y aprobados, o ser auténticos y auto-suficientes? ¿Nos mueve la satisfacción personal, o una calidad de vida interior? El tipo de relación, las situaciones y condiciones que creamos en nuestra vida son el reflejo de nuestra respuesta.

El problema, como el gozo, nunca está en el otro o en la relación. Está en cada uno de nosotros, así como la solución.

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